No falla. Cada año, al día siguiente de terminar de colocar por las
calles del pueblo todos esos colgajos que sirven de adorno navideño, se
levanta un vendaval que termina con la mitad de ellos por los suelos.
Entonces, como no tengo nada que hacer, cojo mi cestita, meto la libreta
verde por si se me ocurre iniciar una investigación, y me voy por ahí a
recoger bombillas que no se hayan roto al caer, y me las llevo a casa
antes de que algún bestia las pise y las rompa. Con ellas compongo lo
que me sale: un calcetín de Papá Noel, una campana, una bola de Navidad,
una mula y un buey, no sé, y las cuelgo del árbol después de conectar
los cables a la red. Con la luz que dan mis adornos no hace falta
encender el resto del alumbrado doméstico en ningún momento del día. Eso
sí, cuando enciendo el horno se va la instalación eléctrica de toda la
manzana. Algo he hecho mal.
Las lágrimas se guardan para los entierros, y la vida hay que buscarla allí donde lo dejan a uno. En una casa buena de Cádiz o en el infierno. Donde sea, donde se pueda El asedio, de Arturo Pérez Reverte Esta es la sabiduría de Felipe Mojarra, salinero, de la Isla, de barro hasta las rodillas y que pelea contra el francés, en el año de 1811, en la Bahía de Cádiz, sin saber por qué. Y esa es la que buscaré compartir con vosotros cada mañana desde este rinconcito de la red. ¡Qué gusto volver a escribir!
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