No falla. Cada año, al día siguiente de terminar de colocar por las
calles del pueblo todos esos colgajos que sirven de adorno navideño, se
levanta un vendaval que termina con la mitad de ellos por los suelos.
Entonces, como no tengo nada que hacer, cojo mi cestita, meto la libreta
verde por si se me ocurre iniciar una investigación, y me voy por ahí a
recoger bombillas que no se hayan roto al caer, y me las llevo a casa
antes de que algún bestia las pise y las rompa. Con ellas compongo lo
que me sale: un calcetín de Papá Noel, una campana, una bola de Navidad,
una mula y un buey, no sé, y las cuelgo del árbol después de conectar
los cables a la red. Con la luz que dan mis adornos no hace falta
encender el resto del alumbrado doméstico en ningún momento del día. Eso
sí, cuando enciendo el horno se va la instalación eléctrica de toda la
manzana. Algo he hecho mal.
Se me va poblando el cielo de rostros y corazones, se va volviendo mi hogar, llenándoseme de nombres. No es ya un extraño país lejano en el horizonte, es cita donde me aguardan pupilas que me conocen, labios que me dieron besos, pieles que llevan mis roces. Se me va poblando el cielo de rostros y corazones, de gestos ya conocidos de amor, de abrazos que acogen, en los que revivir puedo amadas palpitaciones, y tantos y tantos sueños que aguardan consumaciones. Se me va poblando el cielo de rostros y corazones: me gusta saber que Dios prepara para los hombres Paraísos que permiten recuperar los adioses. Allí se me van llegando uno a uno mis amores, con besos hoy silenciosos que tendrán resurrecciones. Se me va poblando el cielo de rostros y corazones, se va volviendo mi hogar, llenándoseme de nombres.
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