No falla. Cada año, al día siguiente de terminar de colocar por las
calles del pueblo todos esos colgajos que sirven de adorno navideño, se
levanta un vendaval que termina con la mitad de ellos por los suelos.
Entonces, como no tengo nada que hacer, cojo mi cestita, meto la libreta
verde por si se me ocurre iniciar una investigación, y me voy por ahí a
recoger bombillas que no se hayan roto al caer, y me las llevo a casa
antes de que algún bestia las pise y las rompa. Con ellas compongo lo
que me sale: un calcetín de Papá Noel, una campana, una bola de Navidad,
una mula y un buey, no sé, y las cuelgo del árbol después de conectar
los cables a la red. Con la luz que dan mis adornos no hace falta
encender el resto del alumbrado doméstico en ningún momento del día. Eso
sí, cuando enciendo el horno se va la instalación eléctrica de toda la
manzana. Algo he hecho mal.
Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o
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