Simeón era un viejito piadoso y honrado que vivía en el tiempo de Jesús, cuando este nació. Esperaba el consuelo de Israel. Esperaba. Aunque yo conocí a Simeón en París este pasado mes de junio. Vendía llaveros de la torre Eiffel, a un euro la decena, delante la Catedral. Seguía esperando (esperar es lo único que queda a millones de personas en toda Europa, en medio de las risitas de Montoro y de Rajoy). Le compré seis euros de esperanza. Sesenta llaveros que están en la estantería de casa y que regalo cuando alguien espera algo. Simeón murió con los primeros fríos de diciembre, helado en una esquina de la Ille Saint Louis, con unos llaveros en la mano y una sonrisa en los labios. Me dijeron que la noche anterior le vieron hablando con un niño, y después dejar escrito con tiza en la pared de un portal que ya podía morir en paz. A los que sabéis que estos días veréis la cara al mismísimo Dios, feliz Navidad. A los que no, salud.
Mikel somos todos los que hemos perdido algo antes de tiempo. El padre, las ganas, el anillo de boda... Mikel somos todos los que hemos enfermado mal y pronto. Mikel somos los que, pese a lo uno o a lo otro, todavía conservamos el interés por levantarle la falda a la vida, a ver qué lleva debajo. Mikel es también el nombre de mi sobrino, al que a veces despierto con este guiño por las mañanas.