Desde que pusieron una tienda de mascotas en la calle San José ando dudando entre si comprarme un perro o un gato. Porque lo del hurón lo descarté al ver sus cacas, puaj. ¿He dicho ando? No. Andaba dudando. Ya he tomado la decisión. Será un gato. Porque he conocido que una cuadrilla de desocupados, digo un grupo de investigadores del prestigioso departamento de tecnología de la Universidad de Massachussets ha podido comprobar que los gatos beben agua de manera mucho más silenciosa que los perros, gracias a que combinan perfectamente las fuerzas de inercia y de gravedad, al poner su lengua en forma de J, mayúscula claro, y recoger con la parte de abajo de la jota, digo de la lengua, el agua y depositarla después suavemente en el orificio que corresponda. Los perros no. Son más guarros que un señor que tenía hospedado mi suegra, que sorbía la sopa directamente del plato, sin cuchara ni nada, y hacen un ruido insoportable. Y de ruidos tengo bastante con los de mi estómago y
Mikel somos todos los que hemos perdido algo antes de tiempo. El padre, las ganas, el anillo de boda... Mikel somos todos los que hemos enfermado mal y pronto. Mikel somos los que, pese a lo uno o a lo otro, todavía conservamos el interés por levantarle la falda a la vida, a ver qué lleva debajo. Mikel es también el nombre de mi sobrino, al que a veces despierto con este guiño por las mañanas.