Yo sé que mis hijos se han levantado de la cama porque oigo sus estornudos. Estornudan mucho. Una media de entre veinte y veinticinco estornudos por niño y mañana. Como tengo tres, entre las nueve y las diez mi casa es una sinfonía del estornudo. Mikel, tú ni lo intentes que te tirarán los puntos. Los estornudos de mis hijos son otra muestra del poco cuidado que he puesto en las cosas más elementales relacionadas con su educación. Uno de ellos se limpia los mocos con la manta con la que se tapa para ver la tele cuando se levanta. Si, sí, con manta aunque sea verano, porque ya dice el refrán que todo buen catalán tiene frío después de desayunar, y estos niños son medio catalanes. Otro estornuda con la boca abierta y va llenando la pared de felipones. De hecho, y para ver si los padres se implican o no en los buenos modales de los niños, en lo primero que me fijo al entrar en una casa es en si hay salpicones de felipones en las paredes o en los techos. Y otro va con un rollo de papel hig
Mikel somos todos los que hemos perdido algo antes de tiempo. El padre, las ganas, el anillo de boda... Mikel somos todos los que hemos enfermado mal y pronto. Mikel somos los que, pese a lo uno o a lo otro, todavía conservamos el interés por levantarle la falda a la vida, a ver qué lleva debajo. Mikel es también el nombre de mi sobrino, al que a veces despierto con este guiño por las mañanas.