Cuando despegamos ya iban 2-0, y por lo que me dan mis cuarenta años de experiencia en mundiales y eurocopas, sabía que los italianos no meterían un gol a no ser que el partido durara hasta el jueves. Lo que estuvo feo es que el comandante dijera que ya éramos campeones de Europa, al meter el cuarto, porque dos italianos que iban sentados delante de mí preguntaron a ver si ellos también eran campeones de Europa, y que a ver cómo era eso. Y tampoco estuvo bien que el vecino de asiento quisiera abrazarme, rompiendo una barrera de pudor y de respeto que siempre se interpone entre dos hombres hechos y derechos que no se conocen de nada, y a los que no puede unir una efusión, por patria que esta sea. Así que le dejé con el abrazo a medias y seguí leyendo. Todavía no me he arrepentido y ya ha pasado un día. Confío en que encontrara en otros brazos más amorosos en los que caer esa noche.
Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o
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