Yo sé que mis hijos se han levantado de la cama porque oigo sus estornudos. Estornudan mucho. Una media de entre veinte y veinticinco estornudos por niño y mañana. Como tengo tres, entre las nueve y las diez mi casa es una sinfonía del estornudo. Mikel, tú ni lo intentes que te tirarán los puntos. Los estornudos de mis hijos son otra muestra del poco cuidado que he puesto en las cosas más elementales relacionadas con su educación. Uno de ellos se limpia los mocos con la manta con la que se tapa para ver la tele cuando se levanta. Si, sí, con manta aunque sea verano, porque ya dice el refrán que todo buen catalán tiene frío después de desayunar, y estos niños son medio catalanes. Otro estornuda con la boca abierta y va llenando la pared de felipones. De hecho, y para ver si los padres se implican o no en los buenos modales de los niños, en lo primero que me fijo al entrar en una casa es en si hay salpicones de felipones en las paredes o en los techos. Y otro va con un rollo de papel higiénico a todos los sitios: a desayunar, y lo pone al lado de la servilleta, a la cocina, mientras se calienta la leche, y va dejando los trocitos usados y moqueados allá donde le parece. Al principio da un poco de asco todo esto, pero luego te acostumbras.
Las lágrimas se guardan para los entierros, y la vida hay que buscarla allí donde lo dejan a uno. En una casa buena de Cádiz o en el infierno. Donde sea, donde se pueda El asedio, de Arturo Pérez Reverte Esta es la sabiduría de Felipe Mojarra, salinero, de la Isla, de barro hasta las rodillas y que pelea contra el francés, en el año de 1811, en la Bahía de Cádiz, sin saber por qué. Y esa es la que buscaré compartir con vosotros cada mañana desde este rinconcito de la red. ¡Qué gusto volver a escribir!
¡¡¡Tenías día escatológico!!! eh?
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