Mientras miraba por la ventana, hicieron una acera enfrente de mi casa,
así que ahora estamos mejor, porque las cacas de los perros se reparten
entre las dos, la de allá y la de acá, y así pisamos la mitad de mierda
que antes. El resultado es, empero, una calzada metro y medio más
estrecha, en la que sigue permitiéndose el aparcamiento. Por ella tiene
que pasar el mismo camión de la basura, igual de ancho que siempre. Para
hacer posible una maniobra que ya antes era trabajosa, ahora se monta
en la acera del lado de mi casa, dos veces, una marcha atrás para coger
los detritus y otra hacia adelante para irse con ellos. Esta operación,
que tiene lugar cada día a las seis de la mañana, provoca unas
vibraciones muy agradables en el inmueble, como si te estuvieran
haciendo conquillas con un masajeador eléctrico. Pero, nada es perfecto,
está teniendo sobre la acera un efecto demoledor: cada vez está más
hundida. Como no tengo nada que hacer en la vida, me he comprado un
calibre, y voy midiendo el hundimiento, que cifro en 0,001 mm diarios.
Lo anoto en mi libreta verde, en unas hojas nuevas, para que no se
confundan con los resultados de otras investigaciones. Para hacer más
completo el estudio, llevo dos semanas saliendo en pijama a hacer las
mediciones intermedias, es decir, cuando el camión ya ha pasado marcha
atrás y está recogiendo la basura, y antes de que pase otra vez. En hoja
aparte anoto los comentarios de los operarios al verme.
Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o
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