Como no tengo nada que hacer por las mañanas, fui al Carrefour a comprar
unos adornos para el árbol de Navidad, porque de tantas veces como ha
petado la instalación, tenía el espumillón negro y quedaba muy mal
combinado con las bolas del Real Madrid que me trajo mi cuñada de la
tienda oficial. Asistí a la pelea de dos mujeres a las que separaba un
guardia jurado que decía señoras, por favor, una y otra vez, mientras
recibía sopapos de ambos lados. Parece ser que las dos querían la misma
Monster High, o algo así, una muñeca feísima por la que yo no me pegaría
con nadie. Me quedé como un pasmarote, mirando y sin intervenir, porque
eso es lo último que se le ocurriría a una persona recién operada,
medio coja y con el entendimiento nublado como consecuencia de la
ingesta masiva de medicamentos pródigos en efectos secundarios. El agente de la autoridad desconocía todo ello, y se tomó
bastante mal mi pasividad, de manera que me volví a casa con una bronca
tan grande que se me quitaron las ganas de seguir con el rollo de las
velas y del espumillón, y con el ánimo bastante decaído, como
corresponde a estas fechas asquerosas.
Las lágrimas se guardan para los entierros, y la vida hay que buscarla allí donde lo dejan a uno. En una casa buena de Cádiz o en el infierno. Donde sea, donde se pueda El asedio, de Arturo Pérez Reverte Esta es la sabiduría de Felipe Mojarra, salinero, de la Isla, de barro hasta las rodillas y que pelea contra el francés, en el año de 1811, en la Bahía de Cádiz, sin saber por qué. Y esa es la que buscaré compartir con vosotros cada mañana desde este rinconcito de la red. ¡Qué gusto volver a escribir!
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