El autocierre es uno de los mejores inventos del último cuarto de siglo.
En mi casa no se usaban bolsas de basura, sino bolsas de El Corte
Inglés, hechas de un plástico tan resistente que nunca regalimaba por
ningún lado. Lo asqueroso era cerrarlas, porque en mi casa teníamos la
puta costumbre de llenarlas hasta arriba y luego no había forma de hacer
un nudo sin llenarse de mierda los dedos. Por eso nadie quería sacar la
basura. Bueno, por eso y porque eran cuatro pisos sin
ascensor. Digo todas estas sandeces porque como no hay forma de
encontrar nada divertido ni inteligente que hacer, alguna mañana que
otra aterrizo por el servicio de devoluciones y de atención al cliente
de Carrefour. A mirar. Esta mañana una señora ha recorrido los
kilómetros que le separan de su casa para devolver tres rollos de bolsas
de basura de esas con autocierre porque al cortar por la linea de
puntos, que es por donde se separan ahora las bolsas una de otra, te
llevabas por delante el autocierre de la siguiente. La devolución de los
tres rollos ascendía a un euro con cinco céntimos, que le fueron
abonados en su tarjeta VISA Gold, con la que los había pagado. Luego
entró al supermercado y se gastó su euro con cinco en otros tres rollos
de bolsas de basura, y se fue a su casa. A probar las bolsas, y a más
cosas, imagino.
Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o
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