Otros que no habían estudiado Educación para la Ciudadanía, o que, simplemente, habían tenido una infancia difícil, eran los ocupantes, válidos, de la zona reservada a minus-válidos de un autobús que iba hasta los topes.
Resulta que por una avería en el metro, los viajeros eran recogidos en una parada de bus situada en la carretera, junto a la estación, y trasladados a otra estación, donde volvían a subir al tren. Como todo el mundo sabe, en un autobús caben bastantes menos personas que en un tren. No puedo hacer el cálculo exacto porque no tengo ganas, pero muchas menos. Así que la carretera parecía la frontera entre Pakistán y Afganistán. Y en ella esperaban, mezclados entre la multitud, dos minusválidos en sus sillas de ruedas, se se iban quedando en tierra una y otra vez, en unos casos porque los autobuses no tenían dispositivos para que subieran, y en otros, porque lo tenían estropeado.
Cuando por fín llegó un autocar al que podían subirse, se vieron nuevamente desbordados por una horda humana que lo ocupó hasta las cartolas. La ertzaintza requirió a algunos, los válidos en la zona de minusválidos, para que dejaran su sitio a quienes les correspondía. Y aquellos contestaron que ellos no tenían la culpa de la minusvalía de los otros, que habían subido primero, que se siente, que por qué me dices a mí y no a ese...
Contra lo que pudiera pensarse, no fue la masa social legítimamente ocupante de las masas comunes la que cedió su sitio dando ejemplo a los otros, ni la que arrojó fuera del vehículo a aquellas excrecencias sociales, sino que lo hizo la policía a base de toñejas bien repartidas, con gran sonrojo.
De todos menos de los que tuvieron que bajarse, que no se pusieron de ningún color, y que seguían clamando contra la injusticia cometida.
Resulta que por una avería en el metro, los viajeros eran recogidos en una parada de bus situada en la carretera, junto a la estación, y trasladados a otra estación, donde volvían a subir al tren. Como todo el mundo sabe, en un autobús caben bastantes menos personas que en un tren. No puedo hacer el cálculo exacto porque no tengo ganas, pero muchas menos. Así que la carretera parecía la frontera entre Pakistán y Afganistán. Y en ella esperaban, mezclados entre la multitud, dos minusválidos en sus sillas de ruedas, se se iban quedando en tierra una y otra vez, en unos casos porque los autobuses no tenían dispositivos para que subieran, y en otros, porque lo tenían estropeado.
Cuando por fín llegó un autocar al que podían subirse, se vieron nuevamente desbordados por una horda humana que lo ocupó hasta las cartolas. La ertzaintza requirió a algunos, los válidos en la zona de minusválidos, para que dejaran su sitio a quienes les correspondía. Y aquellos contestaron que ellos no tenían la culpa de la minusvalía de los otros, que habían subido primero, que se siente, que por qué me dices a mí y no a ese...
Contra lo que pudiera pensarse, no fue la masa social legítimamente ocupante de las masas comunes la que cedió su sitio dando ejemplo a los otros, ni la que arrojó fuera del vehículo a aquellas excrecencias sociales, sino que lo hizo la policía a base de toñejas bien repartidas, con gran sonrojo.
De todos menos de los que tuvieron que bajarse, que no se pusieron de ningún color, y que seguían clamando contra la injusticia cometida.
En la época en la que tú y yo nos conocimos no existía, yo creo que porque tampoco hacía falta, esa asignatura de Educación para la Ciudadanía. Quizás sería porque ya la traíamos más o menos aprendida de casa. Bueno, había excepciones, que te tocó un año malo, pero desde luego no era la norma general.
ResponderEliminarTeníamos un poco de vergüenza y aún se nos pasaba por la cabeza cumplir con ciertas cosas.
Me suele tocar vivir de cerca situaciones en las que en el momento no tengo tiempo de sonrojarme, pero que luego cuando las repaso ya en la tranquilidad de mi hogar me suelen dar que pensar. Como aquella vez que al igual que ésta vez los compañeros, me tocó "atoñejar" a quienes no eran capaces por las buenas de respetar el turno en una sardinada popular y cuando hubo quien les recriminó educadamente su actitud, pasaron en cuestión de segundos del insulto al empujón. Pero al menos hubo quien recriminara. Cosa que por lo que leo en éste caso tampoco ha pasado, lo cuál solo refuerza mi teoría de que la situación va empeorando progresivamente. Y lo que nos queda.
Yo y la gente de mi edad, partíamos de la premisa de que respetábamos primero a los padres en casa y a partir de ahí, lógicamente en la calle a los desconocidos, sobre todo si eran personas mayores, y lógicamente también a todo lo que representara Autoridad: profesores y evidentemente policías. Todo eso se ha perdido porque si ya no se respeta ni en casa a los padres, ¿qué se va a respetar en la calle?. Nada.
No hace mucho una persona a la que conozco bastante, con mucha experiencia en la vida, también en lo profesional, poseedor de dos carreras (Sociología y Derecho) me contaba contrariado que había tenido que ceder el sitio en la cola del ascensor del metro, por norma anunciada en forma de paneles aclaratorios, de esos de dibujitos que ahora son sexistas porque la mujer siempre aparece con falda (ya me dirás como se distingue si no, porque no tienen más rasgos...) a: ancianos, discapacitados (que minusválidos también queda mal ahora) y ojo, ¡a madres con carrito!, cuando resulta que los primeros suelen tener bastón, los segundos suelen estar ya sentados, y las terceras algo habrán emupujado previamente para ahora tener que empujar el carrito. Y digo yo: la pérdida de valores tiene que ser generalizada, porque si ésta persona de la que te hablo llega a cuestionar aunque sea ligeramente ésto, qué no harán los que supuestamente tendrán que pagarme a mí la jubilación. En fin, la educación (que es lo que falta en el caso) es una cadena que empieza en casa, sigue en la escuela y cuando ya no hay remedio me suele llegar a mí.
Y si yo educo con las herramientas que tengo, mal negocio.