Ir al contenido principal

Memoria de una tarde de domingo de agosto

Sartre escribió en La Náusea que "se habla mucho del famoso transcurso del tiempo, pero nadie lo ve".

Pues yo sí. Me dispuse a pasar una tarde de domingo de agosto, con el cielo gris plomizo, y veintiocho grados a la sombra, que todo era sombra y no había manera de refugiarse en el sol, sabiendo desde el primer minuto, desde las tres de la tarde, desde esa hora absurda, inútil y apestosa, que no iba a pasar nada. Y que aquello iba a durar una infinidad.

En ese momento cada ser humano se refugia donde puede. Bajo una manta, pese a ser agosto, para ver tumbado la tele, la tele aparato, quiero decir, porque lo que dan no hay quien lo vea, por eso se utiliza como recurso para trascender, o trasponerse, ayudado quizás por un orfidal, que elimine el tiempo y su rastro durante al menos tres horas, o por lo que sea.

Yo no. Quedé al descubierto. Y ví transcurrir el tiempo. Era una señora gorda, vestida de rojo ajustado y con las mollas colgando por los laterales, con gafas de montura gris y cristales de culo de vaso, peinados para atrás los cuatro pelos ralos y grises, que se movía desplazando todo el peso de una pierna a otra, haciendo vibrar el pavimento. Iba con cascos y radio, a todo volumen, de manera que se oía perfectamente cómo acompañaba su transitar de una música gutural proviniente del averno y remitente al mismo lugar. Si notaba que la mirabas, giraba a la cara y te sacaba la lengua, cómo diciendo te va a tocar verme ir y venir toda la tarde, maldito idiota, así que ya te vas acostumbrando. Despedía una peste como de fábrica de sebo y la circundaba toda una especie de aureola de grasa que, mezclada con el sudor, la hacía refulgir a la vista, pese al poco sol. Por eso, y por lo atractivo del conjunto, no pude dejar de mirarla en toda la tarde.

No pude leer, ni escribir, ni pensar, ni preparar unas habas a la catalana, ni jugar a las palas con el Xavi, hipnotizado por el transcurrir del tiempo.

Comentarios

  1. ¿Y eso será peor cuando te pasa en septiembre?
    Pero en vez de ver pasar el tiempo,
    cierras los ojos para una siesta el viernes y te despiertas 18 horas después. Ni me enteré del paso de la gorda de rojo.
    Ni saqué ganas de ir a ver jugar a los leones a San Mamés.
    Me empiezo a preocupar.

    ResponderEliminar
  2. De lo que deduzco, considerando vuestras dos realidades -al menos en el momento puntual al que os referis- que los humanos nos enteramos a medias, del paso del calendario: unos a tope y otros, na. Nueva mentira estadística.

    Yo a la gorda de rojo, no la he visto. Tampoco sé qué es eso de 18 horas desaparecida, pero el espejo me dice que las lunas se han ido sucediendo. Y la losa de una tarde de domingo augurando los siete días que vienen detrás, me ha perseguido desde que tuve consciencia.

    ¿y para qué están los remedios contra la tristeza?!!Pues para eso; para huir de la gorda de rojo!

    O es que hay hora para leer el egunon???!!!

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Hablando de ropa

  Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o

Vamos hombre

Egun on, Mikel. Cada vez estoy más harto de la vida en sociedad. Impone unos rigores del todo antagónicos con mi personalidad, o estado. Hasta en la tribuna. Resulta que en un córner, la pelota, después un despeje, un remate, rebotar en dos cuerpos y pegar en el larguero, fue rechazada por nuestro portero con gran alivio de la hinchada local y gran enojo de los visitantes, que reclamaban la concesión del gol. Una de estas últimas demandantes estaba sentada a mi derecha. Como estábamos a setenta metros del lugar de los hechos, más o menos desde donde se sacó esta foto, como desde ahí es imposible saber si lo que se mueve es un futbolista o un conejo, como la línea de gol no se ve porque la portería está en cuesta, como la señora portaba unas gafas cuyos vidrios eran tan gruesos como los de las mías y como parecía una mujer amable pese a sus gritos desaforados, me atreví con un comentario bienintencionado con el que aliviar esa tensión que amenazaba con provocarle una arritmia cardiaca,

Y no sé qué es peor.

Egun on, Mikel. Aquel día de finales de junio amaneció con el cielo limpio y el suelo seco. Desde el balcón oía a algunos, de esos que hacen comentarios en voz alta mientras sus perros se alivian, suspirar y decir que ya era hora, porque la semana anterior estuvo pasada por agua y las temperaturas bajaron hasta los quince grados, y ambas cosas, entrado el verano, desasosiegan a los humanos más vulnerables. A otros les da igual. Particularmente, a muchos varones de más de 50 años y algo desinhibidos que, en cuanto el termómetro pasa de los 25 grados dos días seguidos, y ven en el calendario que están en junio, sacan de la parte de arriba del armario la caja donde guardan su media docena de pantalones cortos vaqueros con dobladillo por encima de la rodilla, y sus camisas de cuadros de manga corta, planchan las prendas, o se las hacen planchar, se las ponen, y ya no se las quitan hasta después del veranillo de San Martín, en noviembre.  Vestidos de esa guisa, y debajo del paraguas, porque