Una milonga es que te cite el neurocirujano que te operó para verte al
cabo de un mes y que luego te reciba un MIR al de mes y medio. Y el
efecto de esta milonga es que no te ve el cirujano que te operó sino
otro. No sé si veis la diferencia, de tiempo y de persona. Y pensad en
el efecto que esto tiene sobre un enfermo de columna que llega a la
consulta después de haber estado media hora tratando de subir seis pisos
en un ascensor sobre el que algún día Woody Allen hará una película. Y
encima, la MIR, una chavala majísima con cara de haber terminado el
Bachillerato anteayer, te recibe con el clásico, ¿qué, mejor?, como si
tuviera una remota idea de cual fue el antes. Le dije que no, que peor,
que después de operarse uno espera otra cosa, y me contestó que ya, pero
que las hernias a veces se curan y a veces no, de lo que deduje que,
además de medicina, la joven había estudiado psicología, y con tanto
estudiar el único enfermo que había visto era a su madre con gripe. Me
hizo un volante para rehabilitación, me estrechó la mano y me mandó de
vuelta al ascensor, que es como mandarte a tomar por culo, y allí me
fui, a abrir una nueva etapa en este proceso tan divertido en el que me
encuentro desde hace casi nueve meses, y dispuesto a liarme a tortas con
la primera persona que se me cruzara.
Las lágrimas se guardan para los entierros, y la vida hay que buscarla allí donde lo dejan a uno. En una casa buena de Cádiz o en el infierno. Donde sea, donde se pueda El asedio, de Arturo Pérez Reverte Esta es la sabiduría de Felipe Mojarra, salinero, de la Isla, de barro hasta las rodillas y que pelea contra el francés, en el año de 1811, en la Bahía de Cádiz, sin saber por qué. Y esa es la que buscaré compartir con vosotros cada mañana desde este rinconcito de la red. ¡Qué gusto volver a escribir!
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