Una milonga es que te cite el neurocirujano que te operó para verte al
cabo de un mes y que luego te reciba un MIR al de mes y medio. Y el
efecto de esta milonga es que no te ve el cirujano que te operó sino
otro. No sé si veis la diferencia, de tiempo y de persona. Y pensad en
el efecto que esto tiene sobre un enfermo de columna que llega a la
consulta después de haber estado media hora tratando de subir seis pisos
en un ascensor sobre el que algún día Woody Allen hará una película. Y
encima, la MIR, una chavala majísima con cara de haber terminado el
Bachillerato anteayer, te recibe con el clásico, ¿qué, mejor?, como si
tuviera una remota idea de cual fue el antes. Le dije que no, que peor,
que después de operarse uno espera otra cosa, y me contestó que ya, pero
que las hernias a veces se curan y a veces no, de lo que deduje que,
además de medicina, la joven había estudiado psicología, y con tanto
estudiar el único enfermo que había visto era a su madre con gripe. Me
hizo un volante para rehabilitación, me estrechó la mano y me mandó de
vuelta al ascensor, que es como mandarte a tomar por culo, y allí me
fui, a abrir una nueva etapa en este proceso tan divertido en el que me
encuentro desde hace casi nueve meses, y dispuesto a liarme a tortas con
la primera persona que se me cruzara.
Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o
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