Venia de la máquina de café, a la que llegué con el empujón que me dió
un médico residente, de ponerme el desayuno que se había llevado la
auxiliar, y me encontrré la habitación con el vecino y sus dos hermanos.
Parecían pacíficos, con sus bigotes y tal, pero uno me gritó ¿qué,
mejor?, como si supiera qué me habia pasado antes de ese momento, y
supusiera que había sido malo. Me asusté y derramé parte del café en mi
pijama verde camuflaje. Le dije que pues vaya, y él contestó bueno, poco
a poco. Me quedé un rato meditando en la profundidad de aquellos
pensamientos y resolví no volver a dirigir la palabra a ese par de
merluzos, pero fue imposible, porque tenían el marca entre manos e iban
comentando las noticias, como si alguien les hubiera chivado que soy del
Athletic, y tuviera que saberlo todo sobre la renovación de Llorente,
cosa que me importaba un pito en aquellos momentos, y en estos. Gracias a
Dios, la llegada de mi hermano me dió algo de tregua. Este venía con el
As, y entonces se enrolló con el vecino del bigote en temas como los
ligamentos cruzados de Pedrito, el del Barça, y los horarios de los
partidos para ganar el mercado chino y que no vaya nadie al campo. Como
ya lo aguanto todo, me transporté por encima del ruido de la
conversación al ruido acogedor y familiar de la A-8, y en su arrullo caí
dormido hasta la una de la tarde, momento en que la auxiliar me gritó
que a ver si tenía apetito, y sin esperar la respuesta, dejó unas
lentejas estofadas hirviendo y una pechuga de pollo fría sobre la
mesita. Y ahí te las compongas, bonito.
Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o
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