Otra de las milongas que
jalonan mi relación con la clase médica en estos nueve meses de
entretenidas esperas es la de la resonancia magnética. Me hicieron esta
prueba el domingo 27 de marzo por la mañana, y el 7 de
septiembre, cinco meses y medio después, el neurocirujano dice que aquí
no se ve nada, y que a ver quién a hecho esta birria de informe. Esto
pasa después de que la
misma resonancia y el mismo informe los hayan visto tres médicos,
públicos y privados, incluido el que ahora no ve
nada, y no han dicho que aquí no se ve nada. Claro, como no veía nada,
preguntó a ver cuándo la habían hecho, y yo le dije que un domingo por
la
mañana, y entonces me contestó que los domingos por la mañana hacen
mejores resonancias magnéticas en una churrería. Esto me extrañó, porque
yo nunca he visto que en las churrerías hagan pruebas diagnósticas de
esta complejidad. Pasada la extrañeza, y vista la naturalidad de la
sentencia del médico me imaginé, porque este país es así, que al técnico
de rayos le tocaba los cojones trabajar aquel domingo, y en
consecuencia, hizo una mierda de trabajo, el cual, o tan mierda no era o
la mierda fue el trabajo de los otros, porque fue tomado por bueno
durante meses por todo el sistema sanitario.
Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o
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