Tengo que hacer pis. No hace ni tres horas que he salido del
quirófano y la enfermera la ha puesto como tarea pendiente, que añado,
semiinconsciente, al resto de las que ya tengo. Para facilitar el trabajo me alcanza un artilugio de plástico al que llama conejo.
Esto es fácil, pienso, pero no. Descubro que si yo a mi cuerpo le digo
haz, no hace, como hacía antes. Ni pis ni algunas otras cosas que
intento, como sonarme la nariz. La enfermera se va diciendo que o meo o
me sonda. Y como siempre que el ser humano ha evolucionado ha sido por
necesidad o por miedo, yo empiezo a ver si sí. Y sigue siendo que no. Me
dicen que pruebe apretando la vegiga, y yo la busco con las manos, por
encima del vientre, cosa que no había hecho nunca antes. En vano. O es
más pequeña de lo que yo pienso, o no está ahí, o tengo en mis venas más
morfina de la que puedo soportar sin perder concentración. El caso es
que paso un rato de duración indeterminada y pastosa y me encuentro otra
vez en las mismas: el conejo, yo dentro del conejo y la morfina dentro
de mí. A ver si luego.
Las lágrimas se guardan para los entierros, y la vida hay que buscarla allí donde lo dejan a uno. En una casa buena de Cádiz o en el infierno. Donde sea, donde se pueda El asedio, de Arturo Pérez Reverte Esta es la sabiduría de Felipe Mojarra, salinero, de la Isla, de barro hasta las rodillas y que pelea contra el francés, en el año de 1811, en la Bahía de Cádiz, sin saber por qué. Y esa es la que buscaré compartir con vosotros cada mañana desde este rinconcito de la red. ¡Qué gusto volver a escribir!
Qué divertidamente has transmitido esa sensación de impotencia.
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