Hicimos un amigo invisible de despedida en la ambulancia. A mi me tocó Conchi la de Kabiezes, y yo le toqué al paralítico de las toñejas. Como ninguno tenemos cuerpo para ir a comprar chorradas, mandé al Xavi con diez euros a los chinos y vino con dos gatos de esos que mueven el brazo, dos tiras de espumillón azul, un estuche para meter pinturas, sin pinturas, y dos bombillas de vela de cuarenta watios. Después de entregarnos los regalos, y con la emoción bastante contenida, el conductor sacó de debajo del asiento una botella de Pedro Ximénez y unos vasos de plástico y brindamos por la vida y por la rehabilitación, qué risa.
Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o
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