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Y no sé qué es peor.


Egun on, Mikel.

Aquel día de finales de junio amaneció con el cielo limpio y el suelo seco. Desde el balcón oía a algunos, de esos que hacen comentarios en voz alta mientras sus perros se alivian, suspirar y decir que ya era hora, porque la semana anterior estuvo pasada por agua y las temperaturas bajaron hasta los quince grados, y ambas cosas, entrado el verano, desasosiegan a los humanos más vulnerables.

A otros les da igual. Particularmente, a muchos varones de más de 50 años y algo desinhibidos que, en cuanto el termómetro pasa de los 25 grados dos días seguidos, y ven en el calendario que están en junio, sacan de la parte de arriba del armario la caja donde guardan su media docena de pantalones cortos vaqueros con dobladillo por encima de la rodilla, y sus camisas de cuadros de manga corta, planchan las prendas, o se las hacen planchar, se las ponen, y ya no se las quitan hasta después del veranillo de San Martín, en noviembre. 


Vestidos de esa guisa, y debajo del paraguas, porque lo que ha llovido no es normal, ni en esta época del año ni en ninguna otra, llevan unos días paseando por el pueblo. Pasando frío y haciendo como que no lo sienten, han entrado en los bares y hasta en las fruterías. Allí estaban, a un lado, los fruteros, con sus gorritos higiénicos, cuidando de que cada naranja y cada pimiento despida frescor y luminosidad, y a otro, dos hombres paseando entre las lechugas la pelambrera de los antebrazos. 

Nadie les dice nada. Algunos van con sus parejas o con sus hijos, y nada, ni un comentario ni una mirada de reproche. O no los aman o les parece normal. 

Y no sé qué es peor. 


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