Mi alma, o mi espíritu, o como llaméis a esa parte del ser humano inobservable a simple vista, está harta de mi cuerpo, porque no está lo que tiene que estar. Ni ve lo que tiene que ver, ni oye lo que tiene que oir, ni usa la agenda con buen criterio.
Y le echa la culpa de todo. De que no vea lo resbaloso del piso y rompa el peroné, de que atraviese un cristal de dos por uno y haga trizas nervios, tendones y epidermis, o de que deje entrar en la boca una rodaja de calabacín grasosa e incandescente y abrase el paladar hasta dejar insensibles oído y olfato. Por poner solo los últimos ejemplos. Y, se ensaña, el alma, llamando al cuerpo imbécil, tarado y muñón. Y el cuerpo se mosquea, porque el alma lo trata como a un mayordomo incapaz.
Y yo estoy empezando a sospechar que el asesino no es el mayordomo, digo, el cuerpo, sino mi alma.
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