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El asesino no es el mayordomo

Mi alma, o mi espíritu, o como llaméis a esa parte del ser humano inobservable a simple vista, está harta de mi cuerpo, porque no está lo que tiene que estar. Ni ve lo que tiene que ver, ni oye lo que tiene que oir, ni usa la agenda con buen criterio.

Y le echa la culpa de todo. De que no vea lo resbaloso del piso y rompa el peroné, de que atraviese un cristal de dos por uno y haga trizas nervios, tendones y epidermis, o de que deje entrar en la boca una rodaja de calabacín grasosa e incandescente y abrase el paladar hasta dejar insensibles oído y olfato. Por poner solo los últimos ejemplos. Y, se ensaña, el alma, llamando al cuerpo imbécil, tarado y muñón. Y el cuerpo se mosquea, porque el alma lo trata como a un mayordomo incapaz.

Y yo estoy empezando a sospechar que el asesino no es el mayordomo, digo, el cuerpo, sino mi alma.

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Las lágrimas se guardan para los entierros, y la vida hay que buscarla allí donde lo dejan a uno. En una casa buena de Cádiz o en el infierno. Donde sea, donde se pueda El asedio, de Arturo Pérez Reverte Esta es la sabiduría de Felipe Mojarra, salinero, de la Isla, de barro hasta las rodillas y que pelea contra el francés, en el año de 1811, en la Bahía de Cádiz, sin saber por qué. Y esa es la que buscaré compartir con vosotros cada mañana desde este rinconcito de la red. ¡Qué gusto volver a escribir!
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