Tengo el conejo negro, dijo la reina madre en un momento en que la conversación decaía, y yo, que no puedo escuchar expresiones escabrosas sin azorarme hasta los higadillos, hice como que no había oído y seguí haciendo mi ejercicio, mientras el coro de vestales se deshacía de la risa. De no usarlo, le comentó otra mujer bastante ordinaria, y la reina madre aclaró que se refería al conejo que tenía en el arcón de casa, y que llevaba tres años congelado esperando un arroz que lo mereciera. Nunca he entendido ese interés de las personas por hacerse las graciosas contando intimidades con frases cargadas de doble sentido, y lo puse de manifiesto abandonando la piscina con diez minutos de antelación en señal de protesta, sin que valieran de nada los esfuerzos del fisioterapeuta para que terminara mi trabajo ni los de la auxiliar para poner orden en aquel guirigay de señoras de carcajada desenfrenada y rebelde.
Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o
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