Tengo el conejo negro, dijo la reina madre en un momento en que la conversación decaía, y yo, que no puedo escuchar expresiones escabrosas sin azorarme hasta los higadillos, hice como que no había oído y seguí haciendo mi ejercicio, mientras el coro de vestales se deshacía de la risa. De no usarlo, le comentó otra mujer bastante ordinaria, y la reina madre aclaró que se refería al conejo que tenía en el arcón de casa, y que llevaba tres años congelado esperando un arroz que lo mereciera. Nunca he entendido ese interés de las personas por hacerse las graciosas contando intimidades con frases cargadas de doble sentido, y lo puse de manifiesto abandonando la piscina con diez minutos de antelación en señal de protesta, sin que valieran de nada los esfuerzos del fisioterapeuta para que terminara mi trabajo ni los de la auxiliar para poner orden en aquel guirigay de señoras de carcajada desenfrenada y rebelde.
Las lágrimas se guardan para los entierros, y la vida hay que buscarla allí donde lo dejan a uno. En una casa buena de Cádiz o en el infierno. Donde sea, donde se pueda El asedio, de Arturo Pérez Reverte Esta es la sabiduría de Felipe Mojarra, salinero, de la Isla, de barro hasta las rodillas y que pelea contra el francés, en el año de 1811, en la Bahía de Cádiz, sin saber por qué. Y esa es la que buscaré compartir con vosotros cada mañana desde este rinconcito de la red. ¡Qué gusto volver a escribir!
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