Del tiempo en que estuve enfermo me han quedado secuelas. Como la pertinaz costumbre de mi cerebro de adentrarse por los laberintos de la estulticia y perderse en divagaciones absurdas que no llevan a ningún lado, para desesperación de quienes conmigo viven y conversan, a veces.
Lo último que he pensado es que no entiendo muy bien cómo es que en entornos formales me desenvuelvo con soltura, y en situaciones informales, igual que si me hubieran metido el palo de una escoba por la espalda. En los primeros me muestro como alguién hábil en el verbo e ingenioso en la chanza, hasta el punto que yo solito soy capaz de distender ambientes erizados y conducir a buen puerto negociaciones sinuosas. En los segundos me retraigo hasta desaparecer detrás de mi silencio, hasta el punto de que cuando, venciendo la timidez, hago algún comentario que he preparado concienzudamente, para no resbalar, ya se ha pasado el momento, y las personas me miran con ojos que van de la indiferencia amable a la compasión más empática, pobrecito.
Y ni os imagináis lo que puedo llegar a sufrir cuando en estos ambientes familiares y de amigos se ponen a hablar de sexo, contando experiencias y soltando procacidades que harían enrojecer al mismímo Quevedo. Esto suele pasar más frecuentemente cuando abandono mi hábitat natural, porque, como todo el mundo sabe, los vascos no hablamos de sexo ni entre nosotros, ni en público ni con nuestras parejas. Entonces es lo peor, porque el malestar interno lo intento disimular con la sonrisa externa, y ello me provoca un desajuste neuronal del que tardo varios días en recuperarme.
Hasta que ocupo la de pensar en nuevas historias como esta.
Ya os contaré.
Lo último que he pensado es que no entiendo muy bien cómo es que en entornos formales me desenvuelvo con soltura, y en situaciones informales, igual que si me hubieran metido el palo de una escoba por la espalda. En los primeros me muestro como alguién hábil en el verbo e ingenioso en la chanza, hasta el punto que yo solito soy capaz de distender ambientes erizados y conducir a buen puerto negociaciones sinuosas. En los segundos me retraigo hasta desaparecer detrás de mi silencio, hasta el punto de que cuando, venciendo la timidez, hago algún comentario que he preparado concienzudamente, para no resbalar, ya se ha pasado el momento, y las personas me miran con ojos que van de la indiferencia amable a la compasión más empática, pobrecito.
Y ni os imagináis lo que puedo llegar a sufrir cuando en estos ambientes familiares y de amigos se ponen a hablar de sexo, contando experiencias y soltando procacidades que harían enrojecer al mismímo Quevedo. Esto suele pasar más frecuentemente cuando abandono mi hábitat natural, porque, como todo el mundo sabe, los vascos no hablamos de sexo ni entre nosotros, ni en público ni con nuestras parejas. Entonces es lo peor, porque el malestar interno lo intento disimular con la sonrisa externa, y ello me provoca un desajuste neuronal del que tardo varios días en recuperarme.
Hasta que ocupo la de pensar en nuevas historias como esta.
Ya os contaré.
¡ Cada cual es como es y es difícil cambiar las tendencias!
ResponderEliminarLos que nos quieren, nos quieren como somos.