Tengo tanta prisa que nunca me detengo a hacer cosas inútiles, de las que verdaderamente merecen la pena. Y así me va. Anoche, cuando me enteré de que Mikel iba a estrenar sus gafas viendo las lágrimas de San Lorenzo, yo también me tumbé boca arriba con mis gafas a mirar el cielo, y me dí cuenta de que eso tan poético de contemplar las estrellas y sentirse pequeñito ante tanta inmensidad no lo había hecho nunca. Mis sensaciones fueron por el lado inverso al que cabía esperar, como ocurre casi siempre. Primero sentí frío en los pies, que llevaba al aire. Luego me detuve a contemplar que los aviones pasaban con una cadencia de dos minutos. Luego sentí humedad en la espalda y acabé agobiado de espantar una mosca que había confundido mi cabeza con un aeródromo de moscas. De estrellas no miré muchas, porque no sé abstraerme del mundo que me rodea.
Egun on, MIkel. Tienes razón en lo de las chanclas, y lo apunto para tratarlo en una próxima digresión, pero, hablando de ropa, yo creo que cada edad tiene su manera propia de vestir. Y que cualquier otra le es impropia. Lo digo sin rigideces y sin formalismos. La amplísima variedad que se ofrece en las tiendas ya da como para no tener que vestir con cincuenta como si se tuvieran veinte. Hay un momento de la vida en el cual determinadas partes del cuerpo deben permanecer ocultas a la vista de los demás. De esto no tengo ninguna duda. Por ejemplo, las piernas, en todo lo que ellas comprenden, desde el tobillo hasta la ingle. También la barriga, en un radio de un metro y medio desde el ombligo. O los brazos, desde la muñeca hasta el hombro. A partir de los cuarenta y pico eso ya no se enseña a nadie. Ni a uno mismo, si no es para lavar. La profusión capilar, cuando se da, convierte esas partes de algunos cuerpos en espectáculos especialmente repulsivos y deleznables. Así, y en mi o
Comentarios
Publicar un comentario