Egunon Mikel:
empecé a pensar que las terrazas son un lugar inhóspito cuando Emilio me explicó que lo más del verano en Santa Pola era tomarse una paella en una de ellas con la única separación de un bolardo entre el arroz y el CO2 del escape de los coches con matricula de Madrid que circulaban por la calzada, y desde entonces, las he mirado con ojos inquisidores, es decir, con ganas de pegarles fuego, dejando así más sitio para que por las aceras puedan transitar personas, animales y objetos, asunto muy importante en unas pocas fechas, cuando lleguemos a la fase que corresponda, sin tener que reducir al mínimo, ahora que la cosa está jodida, la distancia que nos conviene guardar entre humanos, por mor del metro y poco que deja la terraza entre ella y el local al que pertenece. Y aquella mirada de Torquemada a esos conglomerados de desorden se ha ido con el tiempo convirtiendo en repelús y escalofrío al ver multiplicarse el plástico que los conforman, polietileno para depositar el vaso y polipropileno para aposentar el culo, fríos en invierno y pegajosos en verano, grasa por encima y mierda por debajo, tan lejos de los materiales nobles con que se hacen los barres y de los pinchos que llenan sus barras, tan fuera la mirada de los procesos de servido, que vete a saber qué te han puesto si no hay Campari. Por todo lo cual confieso que solo en circunstancias de imperativo social me he sentado en alguna, con enorme desagrado y suma prisa por abandonarlas, y manifiesto también que llevo muy mal las sonrisas de los mochufas que ayer, día 1 de la fase 1 de la desescalada 1, corrieron a ocuparlas como si aquel fuera su sitio natural, ahí, entre metracrilato y TFT, en mitad de la avenida, y como si su temporal abandono les hubiera generado alguna enfermedad mental en el tiempo del confinamiento. Se me abrieron las carnes al verles en la tele exhalar el aliento, tras el primer sorbo de cerveza, como si hubieran entrado en la gloria a ocupar un puesto a la derecha del Padre.
Basta ya, hombre.
empecé a pensar que las terrazas son un lugar inhóspito cuando Emilio me explicó que lo más del verano en Santa Pola era tomarse una paella en una de ellas con la única separación de un bolardo entre el arroz y el CO2 del escape de los coches con matricula de Madrid que circulaban por la calzada, y desde entonces, las he mirado con ojos inquisidores, es decir, con ganas de pegarles fuego, dejando así más sitio para que por las aceras puedan transitar personas, animales y objetos, asunto muy importante en unas pocas fechas, cuando lleguemos a la fase que corresponda, sin tener que reducir al mínimo, ahora que la cosa está jodida, la distancia que nos conviene guardar entre humanos, por mor del metro y poco que deja la terraza entre ella y el local al que pertenece. Y aquella mirada de Torquemada a esos conglomerados de desorden se ha ido con el tiempo convirtiendo en repelús y escalofrío al ver multiplicarse el plástico que los conforman, polietileno para depositar el vaso y polipropileno para aposentar el culo, fríos en invierno y pegajosos en verano, grasa por encima y mierda por debajo, tan lejos de los materiales nobles con que se hacen los barres y de los pinchos que llenan sus barras, tan fuera la mirada de los procesos de servido, que vete a saber qué te han puesto si no hay Campari. Por todo lo cual confieso que solo en circunstancias de imperativo social me he sentado en alguna, con enorme desagrado y suma prisa por abandonarlas, y manifiesto también que llevo muy mal las sonrisas de los mochufas que ayer, día 1 de la fase 1 de la desescalada 1, corrieron a ocuparlas como si aquel fuera su sitio natural, ahí, entre metracrilato y TFT, en mitad de la avenida, y como si su temporal abandono les hubiera generado alguna enfermedad mental en el tiempo del confinamiento. Se me abrieron las carnes al verles en la tele exhalar el aliento, tras el primer sorbo de cerveza, como si hubieran entrado en la gloria a ocupar un puesto a la derecha del Padre.
Basta ya, hombre.
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