Egunon Mikel
a las seis de la mañana las cosas funcionan en modo silencio, salvo en dos lugares, que yo conozca: el Hospital de Cruces, donde las enfermeras, auxiliares y celadores abren y cierran las puertas de las habitaciones en las que intentan descansar los enfermos haciendo el máximo ruido posible, y la cafetería del aeropuerto de Bilbao, donde trabajan haciendo más estrépito que en una mascletá de Valencia.
Pasar el control de embarque me produce tal desasosiego, siempre, que tengo que tomarme un café, aunque ya haya desayunado. Los viajeros, en parte porque a esas horas no han dicho ni seis palabras todavía, adiós cariño, hasta la noche, que tengas buen día, o qué le pasa al coche ahora, y poco más, hablan bajito, las cuerdas vocales no están para excesos, aún. Estas personas silenciosas demandan atención, tampoco mucha, la justa, un café, un bollo de mantequilla, sacarina, por favor, y se encuentran del otro lado de la barra un servicio ruidoso y displicente, cuatro personas voluminosas en un espacio diseñado para tres, y menudas, cuya incomodidad se traslada hacia afuera, mareando a todos en un ir y venir caótico, de la cocina a la barra y de la barra a la cocina, sin traer ni llevar nada, para gritar instrucciones a otras personas invisibles, que a mi me da la sensación de que no existen, y que todo es para no bajar el nivel de decibelios que les exige la empresa, porque si no, no se entiende. Mueven platos, vasos, cubiertos, haciendo mucho más ruido del que hacen de por sí estas cosas del menaje, de tal forma que incluso si en algún momento uno de ellos no tiene nada que hacer, coge una montaña de platos y la cambia de sitio, con estridencia, y así, cuando otro de ellos vuelve a estar mínimamente desocupado, vuelve a coger los platos y los lleva a otro sitio, sin reparar en decibelios.
Cuando entramos al avión, se nota perfectamente quien ha pasado por la cafetería, por la cara de estrés.
No son horas, de verdad.
a las seis de la mañana las cosas funcionan en modo silencio, salvo en dos lugares, que yo conozca: el Hospital de Cruces, donde las enfermeras, auxiliares y celadores abren y cierran las puertas de las habitaciones en las que intentan descansar los enfermos haciendo el máximo ruido posible, y la cafetería del aeropuerto de Bilbao, donde trabajan haciendo más estrépito que en una mascletá de Valencia.
Pasar el control de embarque me produce tal desasosiego, siempre, que tengo que tomarme un café, aunque ya haya desayunado. Los viajeros, en parte porque a esas horas no han dicho ni seis palabras todavía, adiós cariño, hasta la noche, que tengas buen día, o qué le pasa al coche ahora, y poco más, hablan bajito, las cuerdas vocales no están para excesos, aún. Estas personas silenciosas demandan atención, tampoco mucha, la justa, un café, un bollo de mantequilla, sacarina, por favor, y se encuentran del otro lado de la barra un servicio ruidoso y displicente, cuatro personas voluminosas en un espacio diseñado para tres, y menudas, cuya incomodidad se traslada hacia afuera, mareando a todos en un ir y venir caótico, de la cocina a la barra y de la barra a la cocina, sin traer ni llevar nada, para gritar instrucciones a otras personas invisibles, que a mi me da la sensación de que no existen, y que todo es para no bajar el nivel de decibelios que les exige la empresa, porque si no, no se entiende. Mueven platos, vasos, cubiertos, haciendo mucho más ruido del que hacen de por sí estas cosas del menaje, de tal forma que incluso si en algún momento uno de ellos no tiene nada que hacer, coge una montaña de platos y la cambia de sitio, con estridencia, y así, cuando otro de ellos vuelve a estar mínimamente desocupado, vuelve a coger los platos y los lleva a otro sitio, sin reparar en decibelios.
Cuando entramos al avión, se nota perfectamente quien ha pasado por la cafetería, por la cara de estrés.
No son horas, de verdad.
Comentarios
Publicar un comentario