Egun on, Mikel.
Cada vez estoy más harto de la vida en sociedad. Impone unos rigores del todo antagónicos con mi personalidad, o estado. Hasta en la tribuna. Resulta que en un córner, la pelota, después un despeje, un remate, rebotar en dos cuerpos y pegar en el larguero, fue rechazada por nuestro portero con gran alivio de la hinchada local y gran enojo de los visitantes, que reclamaban la concesión del gol.
Una de estas últimas demandantes estaba sentada a mi derecha. Como estábamos a setenta metros del lugar de los hechos, más o menos desde donde se sacó esta foto, como desde ahí es imposible saber si lo que se mueve es un futbolista o un conejo, como la línea de gol no se ve porque la portería está en cuesta, como la señora portaba unas gafas cuyos vidrios eran tan gruesos como los de las mías y como parecía una mujer amable pese a sus gritos desaforados, me atreví con un comentario bienintencionado con el que aliviar esa tensión que amenazaba con provocarle una arritmia cardiaca, o algo peor, incluso:
- qué vista tiene, señora. Que Santa Lucía se la conserve.
Pues me soltó que la tenía mejor que la mía, que al fútbol había que ir sin pasión y a ver las cosas como son, vamos hombre.
No. No respondí. Pese a que no entendía por qué la humanidad acoge entre sus hijos a semejantes botarates, me callé. Pese que siguió diciendo vamos hombre-no pitar ese gol-vamos hombre durante un rato, no le pedí que dejara de atormentarnos, a mí y al bienestar al que uno aspira los sábados por la tarde después de haber dado al mundo lo que el mundo le pide a uno desde el lunes hasta el viernes. Pese a que deseaba que se le paralizara el brazo derecho y se le secara la boca, no se lo pedí al Dios del Antiguo Testamento.
Me limité a cantar gol las cinco veces que marcamos en los veinte minutos siguientes y a imaginar, que a mirar no me atrevía, que el mundo de las sombras se la había tragado de una vez.
Vamos, hombre.
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